A Joaquín Cartagena
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Era palmo arriba, palmo abajo, finales del S II d de C.

El joven pastor con su pequeño rebaño de cabras, en su periplo por las faldas de la sierra de Guadarrama había observado el suministro de agua (desde una fuente ahora llamada La Fuenfría) y situada a unos 17 km de la ciudad.
Su excusa, para ver de cerca el acueducto, era la venta de la leche de sus cabras en el asentamiento romano. Pasó sin problemas la vigilancia de la pareja de soldados de guardia, que con un leve gesto le permitieron la entrada en la ciudad. Se dirigió con su pequeño rebaño, muy lentamente, a las enormes piedras de granito, perfectamente talladas y ensambladas. Tocó una de ellas y un escalofrío le recorrió desde sus testículos hasta la garganta, seguido de un suave mareo que nunca antes había sentido. Permaneció recostado en la enorme piedra con la excusa de esperar a que se acercara alguna mujer, con su urna -olla de barro cocido frecuentemente utilizada para el transporte y conservación de la leche-.
Hipotético lector, imagina el pasmo que le habría dado al hombre si hubiera visto las enormes y poderosas grúas con las que se construyó el acueducto.
Una vez repuesto de su intensa sensación, se dirigió al ágora de la ciudad, una plaza amplia con una fuente ornamental en el centro, que permitía un fino surtidor con el agua ascendente. Improbable lector, aquello casi le hace perder el control de sus cabras. -un puñetazo a sus creencias más profundas-. ¡El agua no siempre iba hacia lo hondo!

la dovela del centro, que cierra el arco central del acueducto, o sea la clave final
Lo del diablo y el acueducto es otra historia.
