Por poco tiempo.

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A Paco Rivas, que se sabe «el jardin» de memoria.

  Pronto oiremos afinados los «sollozos largos de los violines del otoño» de Paul Verlaine, claro. No llegan todavía; sólo tenemos el rumor del calor que se niega a desaparecer y deja una sensación de espera, de otoño en suspenso. La estación poética por excelencia aún no aparece. En Murcia, por la influencia del Mediterráneo, el verano se alarga y la luz impide manifestar su melancolía. El cambio de horario sólo consigue un atardecer adelantado, que se me echa encima recién levantado de la siesta; la verdad, me resulta un poco ordinario, y no entiendo por qué encender una hora antes las luces del anochecer ahorra energía.

(Una imagen de la IA con el cambio de horario; apenas se vislumbra la imagen de un violinista solitario).

Verlaine usa el otoño como símbolo de melancolía. Mientras él siente los violines del otoño en una Europa húmeda y gris, en Murcia aún suena la chicharra y la luz brillante del mediodía. Aquí, los violines de Verlaine suenan todavía desafinados bajo el sol de principios de noviembre.

Tal vez por eso me sorprende cada vez, que al caer la tarde, las primeras farolas del jardín de Floridablanca se enciendan antes de que el cielo se digne a oscurecer. No es aún de noche, pero ya hay luz artificial, como si la ciudad tuviera prisa por sentir algo de nostalgia, por inventarse un otoño que la naturaleza aún no concede. El cielo retiene su azul violeta, y las sombras de los ficus y las plataneras gigantes del jardín de Floridablanca no alcanzan a volverse misteriosas; sólo se alargan, obedientes, hacia un rápido crepúsculo.

¿Manet o Monet?

De cuándo y cómo se introduce en la Región de Murcia el otoño verdadero, amigo lector, es otra historia.

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