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Atento lector, esta fotografía no es de mi boca. Los brackets sí son como los que me pusieron hace un mes.
El caso es que hace más de diez años tuve que ir a la consulta de mi compañera de curso Maria. Fue mi dentista durante años entremezclados, según molestias, con Manolo Saura. Los tres, jubilados. En aquella época los brackets para mayores no estaban todavía en auge. Maria consiguió, con mucha prudencia, limarme el incisivo frontal izquierdo que sobresalía y me lesionaba el labio superior. Eso de enamorarse a los 60 tiene esos inconvenientes. Se lo expliqué a Maria. Estaba reacia a limar el diente. Cuando le confesé mi condición de enamorado claudicó. Corría el año 2.007.
Ahora la complicación es mas relevante, el diente ha crecido y, aún enamorado, preciso de la tecnología odontológica. Además, la ortodoncia invisible se ha consolidado como una alternativa estética y funcional a los brackets tradicionales, ganando popularidad por sus múltiples beneficios, como la comodidad y la discreción.
Llegué a la consulta del dentista con más de media hora de antelación. Venía directamente de la playa y se nos hizo temprano. La sala de espera estaba casi vacía, excepto por una madre acompañando a una niña sentada en la esquina, absorta en la pantalla de su celular.
Observé cómo sus dedos se deslizaban con destreza por la pantalla, ajena al mundo que la rodeaba. Su serenidad contrastaba con el recuerdo de mis primeras visitas al dentista, cuando el zumbido de las herramientas y el olor a desinfectante me causaban cierta intranquilidad.
Hoy, sin embargo, me sentía tranquilo. La revisión de mis brackets ya no me generaba ansiedad. La tecnología y los avances en ortodoncia han transformado la experiencia dental en algo mucho más llevadero.
La niña levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa, mostrando sus propios brackets. En ese instante, comprendí que las generaciones cambian, y las experiencias, también.